La antigua América (4)

La antigua América (4)
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El tercer ciclo del hombre, conocido por los indios americanos, estaba asociado con Lemuria, Mu, el gran continente en el Pacífico, cuya elevada costa oriental se cree formaba el litoral occidental de Norteamérica.

Esta sección de la corteza terrestre es una notoria zona de falla. Durante millones de años la han devastado los terremotos. Algunos expertos profetizan una extendida destrucción de ella en el curso de este siglo.

Durante un período inmensamente dilatado Lemuria se hundió lentamente, pero antes de su sumersión final los lemurianos habían establecido estrechos lazos con Sudamérica, cuyo vasto mar interior amazónico y sus canales conducían al Atlántico y a las islas de la Atlántida.

El Gran Cañón del Colorado sugiere que algún cataclismo debió haber convulsionado la región. América Occidental, resto de Lemuria, es por lo tanto una de las regiones más antiguas de la Tierra, patria de una de las más primitivas razas humanas, que habiendo alcanzado un elevado grado de civilización seguramente debió haber atraído a los seres espaciales. Los petroglifos grabados cerca de las cimas montañeras sugieren una comunicación con visitantes de las estrellas.

Tradiciones rosacrucianas exponen que existe aún un resto de Lemuria poco cambiado como California, atribuyéndosele ser el más viejo país civilizado de la Tierra, lleno de antiguos misterios.

La leyenda adscribe el nombre «California» a la bellísima Reina Calafla que tiempo ha gobernara esta romántica isla áurea próxima al Jardín del Edén. Hoy, tal seductora historia se hace realidad en Hollywood, cuyo encanto conjura seguramente visiones del mágico pasado.

¿Es más que una coincidencia que «Los Ángeles» evoque a seres espaciales? ¿Acaso algún místico poder de lo alto sigue inspirando a este suelo de muchos extraños cultos?.La historia de la Reina Calafla y su maravillosa isla en el Occidente fue cantada por trovadores en España durante las Cruzadas y evidentemente procedía de la Antigüedad.

Ese romance debió haber hecho vibrar al joven Colón en su contemplación del mar soñando en el Nuevo Mundo que seducía a los lobos marinos del Imperio con toda la poderosa magia con que ahora tienta a nuestros astronautas la ruta a las estrellas.

En las rocas de las cataratas Klamath, vecinas al Oregón, en otros tiempos colonia de supervivientes de Lemuria, se hallan inscritos miles de jeroglíficos que sugieren símbolos atribuidos a Mu, y que tienen una vaga afinidad con el sánscrito y el griego.

Depósitos marinos prueban que las montañas estuvieron un día bajo el agua, indicando ello una inmensa edad. Los indios modoc, que vivieron allí generaciones después, creían que los antiguos eran hombres de gran saber y llamaron a aquella región «WallaWas-Skeeny», nombre incomprensible hasta que su fonética se asemeja súbitamente a «Vallis Scientiae», en latín «Valle de la Ciencia», o del conocimiento, sorprendente descubrimiento paralelo a las muchas palabras de la misma resonancia latina y griega que ornan el dialecto local.

Más intrigantes lazos entre la antigua América y Roma fueron proporcionados en 1833 por el hallazgo de una moneda romana a una profundidad de treinta pies cerca de NorfoIk, Virginia. En 1882, un granjero de Cass, Co. Illinois, sacó del suelo una moneda de Antioco IV con una inscripción en griego, y en 1913 fue descubierta una moneda romana en un túmulo de Illinois.

Charles Fort mencionó el presumible hallazgo realizado en otros túmulos americanos de unas tablillas de piedra que tenían grabados los Diez Mandamientos. Unas monedas de Marco Aurelio fueron desenterradas en Conchinchina. Quizá no sea demasiado sorprendente que las monedas romanas hubiesen también llegado a América.

En su fascinante libro Lemuria, escrito en 1931, Wisher S. Cervé recuerda que durante varias décadas una gran luz blanca se eleva ocasionalmente sobre los bosques del valle de Santa Clara, viéndosela muy distintamente desde la bahía de San Francisco.

Ello evoca aquella misteriosa llama vista desde antiguos tiempos a través del Pacífico en la bahía de Yataushiro-Kai, en Kyushu, Japón, que no ha sido comprendida nunca y aparece allí en agosto. Algunos investigadores japoneses se preguntan si no será encendida desde el espacio y controlada con algún propósito por seres espaciales.

Cuando la Tierra era joven su población era numéricamente escasa, especialmente si sus primeros habitantes fueron colonizadores procedentes de otros planetas, posibilidad que nuestras futuras expediciones espaciales podrían comprobar.

Ciertas tradiciones confirmadas por la lingüística comparada hablan de un solo lenguaje primigenio; el idioma solar (Solex Mal) hablado antes de la destrucción de la Torre de Babel, la cual simboliza la rebelión de los Gigantes contra sus Señores Supremos del Espacio, seguida por catástrofes y la dispersión de las gentes por todo el mundo.

El idioma cambia, pero lo hace muy lentamente. Platón podría comprender el griego de la Atenas moderna, y hasta su supuesta democracia. Vastas edades seguramente deben haber transcurrido desde que el idioma mundial único se fraccionara y se desarrollara en los 2.796 diferentes hablados hoy. Y aunque esa diferencia sea grande oralmente, los símbolos sobre petroglifos en muchos países concuerdan al parecer, sugiriendo una mundialmente extendida escritura descriptiva entendida por todos los pueblos antiguos por doquier.

La literatura más temprana que nos ha sido legada está compuesta por los Vedas sánscritos, el egipcio Libro de los Muertos, y la Épica Gilgamesh sumeria, adscrita al año 3000 antes de J. C., pero que probablemente sea muy anterior.

En sapiencia, sublimidad de pensamiento y expresión poética estas obras no han sido superadas hasta la fecha. Si, como insisten los evolucionistas, el lenguaje ha evolucionado desde los primitivos sonidos, ¿podemos posiblemente estimar las edades que fueron precisas para llegar de los monosílabos más o menos articulados de un salvaje hasta la sublime poesía de los Upanishads.

A menos que la cultura hubiese sido traída a la Tierra por Maestros de otros planetas, se habrían requerido millones de años antes de que el hombre pudiera desarrollar la profundidad de pensamiento, el genio literario y el expresivo vocabulario necesarios para componer los clásicos del pasado.

Gran parte de la antigua sabiduría se halla escondida en signos que no podemos leer, en abandonados petroglifos esparcidos por todo el mundo. La prueba de la enorme edad del hombre se encuentra por doquier en nuestro derredor, y ya no en objetos, con ser éstos importantes, sino en ideas.

Por W. Raymond Drake

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